Caminar, sin conciencia de vida, sin concepto de muerte,
entre la nieve que ha ido formando tu cuerpo
en días de entrega, de negación del miedo.
En el único movimiento que la luz
permite cuando te ofreces entera,
tierna, blancamente tendida
ante mi quilla y mi rumbo, por encima de mapas, corrientes,
brújulas y cordajes, anclas de prudencia,
que nada importan al giro imprevisto de la rosa de los vientos.
Navegar en ti, caminar en ti,
soñando que, por fin, tras la última roca,
no será preciso ocultar cicatrices de viejas heridas.
Y los ojos se cerrarán para siempre
hundidos en tus manos, durmientes en la humedad
que invita cada noche, al paso de tu piel,
a detener con tu temblor obscuro
el agua coagulada, estéril, que vuelve gelatina el croar de las charcas,
el filo del reloj invisible que niega, con sus agujas de acero,
nuestro vertical deseo de lo eterno.
Caminar en ti, navegar en ti,
acariciar, sin tener que comprar derechos de travesía,
la vela roja que despliegas antes del combate.
Acariciar, sin deshonor, sin falsas proclamas,
las señales, el fuego hinchado,
de los dos pequeños círculos que aún hay en tu pecho.
Entrar en la colmena, en el ascua abierta,
donde todo temor reposa, yace y se enfría,
triunfo carmín de las zarzamoras sobre el yerto color de las algas.
Navegar, sin conciencia de vida, sin conciencia de muerte,
aliado al águila de acantilado,
desafío centinela en la tormenta,
que sueña, sobre el vértigo azul soledad,
con oleajes de helechos rompiendo contra el umbral caliente de tu casa.
Recoger para ti arándanos y acebos, reírnos de zahoríes innecesarios,
saludar a los hurones y a las martas, tensar los músculos,
convertir a la tierra en un altar, en un yunque,
donde la nieve, lejos de estibadores, bajamares y bajíos,
ha formado la luz, salvadora, de tu cuerpo.
Juan Manuel González en "Tras la luz del poniente"