"El señor César era muy rutinario. Todos los domingos por la mañana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.
Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía solo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medicina y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo, la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de los esparadrapos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a esperar.
-¿Qué hay? -pregunta el señor César, enjabonándose la cara.
Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica, pero el domingo usaba todavía el jabón y las cuchillas. Francisco se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.
-¿Entonces?
-Bien -decía Francisco- puede ser que tú te cortes. Entonces yo te curaré.
-Ya -decía el señor César.
-Pero no te cortes a propósito como el domingo pasado -decía Francisco severamente-, a propósito no vale.
-De acuerdo -decía el señor César.
Pero cortarse sin hacerlo aposta no lo lograba. Intentaba equivocarse sin quererlo, pero es difícil y casi imposible. Hacía de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre."
No hay comentarios:
Publicar un comentario