8 mar 2020

Ecos de una misa herética

Dorina Costra


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Había congregado en torno de mí todos los dioses porque en ninguno creía, y experimentaba todos los placeres pues a ninguno me entregaba, sino que me mantenía distante, individual, indisoluble, como un espejo de acero bruñido. Bajo el triunfo de la imaginación contemplaba las aves de Hera, refulgentes a la luz de la chimenea como un mosaico bizantino; y ante mi mente, para la que el simbolismo era una necesidad, aparecían como los cancerberos de mi universo, excluyendo todo lo que no tuviera una belleza tan generosa como la suya; y por un momento pensé, como lo había pensado en tantas ocasiones, que sería posible despojar a la vida de toda amargura, con excepción de la amargura de la muerte; y entonces una idea que había seguido a la anterior, una y otra vez, me llenó de apasionada tristeza. Todas estas formas, aquella Madonna con su pureza pensativa, aquellos rostros fantasmalmente extasiados bajo la luz matinal, aquellas divinidades de bronce con su dignidad desapasionada, aquellas formas frenéticas precipitándose de desesperación en desesperación, pertenecían a un mundo divino en el que no tenía participación alguna; y cada experiencia por profunda que fuera, cada percepción, por exquisita que fuera, me aportaría el amarguísimo ensueño de una energía ilimitada que yo nunca podría conocer, pues incluso en el momento de mayor perfección estaría dividido en dos mitades, y una miraría con malos ojos los momentos de gozo de la otra.

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Fragmento de Rosa alquímica, de W.B. Yeats

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