Fuente de Lindaraja, Luis Soriano Quirós
Visité por primera vez la Alhambra en un viaje de estudios con el colegio, allá por 1992. Días antes, se lo había contado, en nuestras ya habituales y mágicas charlas, a la bibliotecaria del pueblo donde residía por aquel entonces y que, a base de verme con la naricita metida entre libros, se había convertido en mi particular cicerone. Ella puso en mis manos ávidas de conocimiento los Cuentos de la Alhambra, de Irvin Washington. Huelga decir que me atrapó y me sentí transportada a aquella lejana Granada de la primera mitad del siglo XIX. Fui descubriendo, de su mano y de la de Mateo, que se convirtiera en su criado, todas las leyendas y los cuentos que rodeaban la fastuosa ciudad, digna de las Mil y una noches, con el toque romántico que Irvin le impregnó a toda la obra.
Cuando llegué a Granada, parecía que se habían confabulado en mi contra el sofocante calor de aquel junio, los profesores controlándonos, mis compañeros hastiados por las horas de autobús y los numerosos visitantes y casi chafaron la idílica imagen que mi cabecita había dibujado con los colores propios de esa impaciente ansiedad, propia de quien va a conocer algo deseado con intensidad. Por suerte para mí, mi legendaria fama de despistada acudió en mi auxilio y, como el que no quiere la cosa, me perdí durante unos breves instantes (algo más de una hora según mis profesores) durante los cuales pude, por fin, recorrer algunos de sus rincones, imaginando que paseaba cogida del brazo de Irvin, en una de esas etéreas noches, a la luz de la luna y que, sentados junto a la Fuente de Lindaraja, me contaba los cuentos que, días antes, yo había disfrutado.
Ayer, por una azarosa pirueta de El que teje mi alfombra, volví a leer mi trocito favorito, La Alhambra a la luz de la luna, tal vez por mi esencia lunática, quién sabe. Siempre vuelvo a la magia de Granada y, pase el tiempo que pase, la sensación es fresca, nueva, vigorizante y con el embriagador aroma del azahar.
Ayer lo leí de viva voz. Y hoy lo traigo a mi jardín. La Alhambra lo merece.
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